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No había oído hablar de Moscú en los últimos treinta años a no ser por alguna noticia suelta y no siempre relevante
Se dio cuenta mientras volaba que no necesitaba repasar el schedule en su computadora porque su cerebro lo había memorizado sin consultarlo, seguramente combatiendo la ansiedad de los últimos días.
Lo rumiaba en su cabeza pero sin prisa alguna, en una especie de sopor confortable.
El vuelo SU2501 había partido de Buenos Aires a las 22:45 (hora en que el tiempo se detuvo) y surcaba los cielos a 1600 km por hora (que no transcurría).
Lo permanente era un zumbido insoportable e incesante, y una monotonía que por momentos interrumpía el placer adormecido del doctor Sierra, mientras repasaba mentalmente y casi anestesiado el itinerario de sus obligaciones. El sí sintió (y hasta donde se sabe, pareciera ser el único en el avión) que el tiempo se había detenido. No era exactamente así. Le resultaba más preciso describir que se había encapsulado, y no era percibido como una continuidad o sucesión, sino como una coordinación de movimientos simultáneos: una armonía colectiva más parecida a un circo o un ballet, que a diferencia de una historia contada, ofrecen una experiencia sobre lo que está sucediendo, restándole importancia a lo que ya pasó o a la expectativa de lo que habrá de acontecer.
Así era la vívida y lenta coreografía que dominaba la física de la cabina del vuelo SU2501 de Aeroflot, convirtiendo a sus pasajeros y tripulantes en marionetas danzantes alrededor del doctor Sierra, que permanecía inmóvil, dispersándose, mientras especulaba sobre los días por venir.
El relato en su cabeza fue interrumpido progresivamente por una azafata, extrayéndolo desde una nebulosa cacofónica y hasta que las palabras empezaron a cobrar sentido. Tenía unos 30 años, era alta, rubia, blanca, casi translúcida, el pelo recogido en una boina. Llevaba un uniforme que parecía no haber sufrido alteraciones a su modelo original de los años ‘40. Todo era de colores suaves, usaba una chaqueta verde agua de botones cruzados, cada uno de los cuales estaba adornado con una hoz y una martillo, igual que los bordados y gemelos dorados de la tripulación de cabina. Sus manos cubiertas por guantes de raso blanco, sostenían un brochure impreso en un papel de gran calidad, finamente encuadernado y cuyas tapas habían sido forradas en cuero y fileteadas en oro. Ofrecía un menú inverosímil por elegante para un pasaje de clase turista, que suele venir acompañado de macarrones dudosos y postres geométricos indescifrables. Por el contrario, había opciones de pavo, cordero, pasta y una alternativa saludable, todo curiosamente servido con cubiertos de alpaca, vajillas verdaderas y servilletas de ese papel indistinguible a la tela.
El doctor Sierra se decidió por el pavo, sopa de espárragos, vino tinto y agua.
Dejó de pensar en su agenda en el momento en que se percató de que jamás la olvidaría y repentinamente notó que estaba siendo atravesado por una sensación que le costó entender en un principio. Se veía inmerso en esa cápsula que sentía reducida a los sucesos dentro de la cabina, y supo que todo lo que no estaba allí contenido había desaparecido. No existía nada más que las azafatas anacrónicas, los comandantes salidos del Titanic, o el menú, o los uniformes; aunque tomó cuenta de que no podía jurar no estar viajando en sentido contrario. Se sintió desconcertado. Desconfiaba de la dirección del viaje y no pudo recordar un momento anterior a su inicio. Se refugió en su propia somnolencia. Se preguntó si lo único real o al menos, confiable por real, era el olor nauseabundo a transpiración que emanaba el señor obeso y desatendido que tenía sentado al lado. Ese olor fétido que lo había acompañado desde el primer minuto y que afortunadamente cesaría en breve junto con el circo bizarro a su alrededor, los guantes de raso y los taiers cruzados de color pastel. La escena se volvió siniestra y asfixiante tan de repente. Hizo un esfuerzo por no dejarse ganar por la ansiedad, respiró profundo y se dijo a sí mismo que sólo era cuestión de esperar un poco más y tener paciencia. El doctor Emilio Sierra la tenía, como todo buen cirujano plástico.
El avión aterrizó en el aeropuerto Sheremetyevo a las 15:48 sin distorsiones temporales, lo que le hizo pensar que, o bien el tiempo se detuvo en todos lados, o la existencia de todo lo demás se vió interrumpida mientras el tiempo quedaba atrapado en la cabina, como lo había sentido desde un comienzo. Era difícil saberlo…
(Fragmento del Capítulo I)
Gimenez, Ricardo M. «Plástico», indieBOOKS, 2018
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