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La escena de más horrible carnicería que cabe imaginarse

«Pasaron unos minutos sin que apareciese nadie; por fin, un inglés, que se había enrolado como aprendiz, subió llorando lastimosamente y le suplicaba al piloto, de la manera más humilde, que no lo matase. La única respuesta fue un hachazo en la cabeza. El pobre hombre cayó sobre la cubierta sin lanzar un gemido, y el cocinero negro lo levantó en alto como si fuera un niño y lo tiró al mar. Al oír el golpe y la zambullida del cuerpo, los que estaban abajo no se atrevían a subir a la cubierta ni con promesas ni con amenazas, hasta que alguien propuso que se les obligase a salir echándoles humo. Se produjo entonces una lucha general, y por un momento pareció posible que el bergantín fuera recuperado del poder de los amotinados; pero éstos lograron al fin cerrar el castillo antes de que pudiesen salir más de seis de sus contrarios. Estos seis, al encontrare ante un número tan superior de enemigos y sin armas, se entregaron después de una breve lucha. El piloto les dio muy buenas palabras, sin duda para inducir a que salieran a los que estaban abajo, pues podían oír perfectamente lo que se decía en cubierta. El resultado demostró su sagacidad, no menos que su diabólica villanía. Enseguida todos los que estaban en el castillo de proa dieron a entender su intención de someterse y, al subir uno por uno, fueron atados y luego tumbados boca arriba, en unión de los otros seis, siendo en total veintisiete los marineros que no habían tomado parte en el motín.

«A esto siguió la escena de más horrible carnicería que cabe imaginarse. Los marineros maniatados fueron arrastrados hasta la pasarela, donde estaba el cocinero con un hacha golpeando a cada víctima en la cabeza mientras era arrojada al mar por los demás amotinados. De este modo perecieron veintidós, y Augustus se daba ya por perdido, esperando a cada momento que le tocase el turno. Mas pareció que los asesinos se cansaron o que les desagradó en cierta medida su sangrienta labor; para los cuatro prisioneros restantes, junto con mi amigo, que había sido llevado a cubierta con los demás, hubo tregua, mientras el piloto enviaba abajo por ron y toda la partida de criminales se entregaba a una orgía que duró hasta la puesta del sol. Luego comenzaron a disputar sobre el destino de los supervivientes, que estaban a menos de cuatro pasos de distancia y oían todo lo que decían. El licor parecía haber aplacado la sed de sangre de algunos de los amotinados, pues se oyeron varias voces en favor de que soltasen a los cautivos, con la condición de que se uniesen al motín y participasen de sus beneficios. Pero el cocinero negro (que, a todos los aspectos, era un verdadero demonio, y que parecía tener tanta influencia si no más que el piloto mismo) no quería escuchar proposiciones de tal índole, y se levantó repetidas veces con el propósito de reanudar su tarea junto a la pasarela. Por fortuna, estaba tan dominado por la borrachera, que fue detenido fácilmente por los menos sanguinarios de la partida […]

«Después de mucha indecisión y de dos o tres disputas violentas, se resolvió que todos los prisioneros (con excepción de Augustus, a quien Peter insistía de una manera burlesca en conservar como escribiente) debían ser dejados a merced de las olas en uno de los botes más pequeños. El piloto bajó a la cámara a ver si todavía estaba vivo el capitán Barnard —pues, como se recordará, quedó abajo cuando subieron los amotinados—. Al poco rato reaparecieron los dos; el capitán, pálido como la muerte, pero algo repuesto de los efectos de su herida. Dirigió la palabra a los marineros con voz casi inarticulada, pidiéndoles que no le dejasen en el bote y que volviesen a sus deberes, prometiendo desembarcarlos donde quisieran y no dar ningún paso para entregarlos a la justicia. Era como hablar a los vientos. Dos de los rufianes le cogieron por los brazos y lo arrojaron al bote que estaba al lado del bergantín, el cual había sido arriado mientras el piloto se hallaba abajo. Los otros cuatro prisioneros que yacían sobre la cubierta fueron desatados y se les ordenó que siguiesen al capitán, cosa que hicieron sin oponer la menor resistencia. A Augustus lo dejaron en su penosa situación, aunque forcejeaba e imploraba únicamente la triste satisfacción de que le permitiesen decir adiós a su padre. Les dieron un puñado de galletas y un cántaro de agua; pero no les dieron mástil, vela, remos ni brújula. El bote fue remolcado unos minutos, durante los cuales los amotinados celebraron otra reunión, y luego cortaron el cable. Mientras tanto se había hecho de noche —no había luna ni brillaba ninguna estrella— y la mar estaba agitada y oscura, aunque no hacía mucho viento. El bote se perdió de vista instantáneamente, y pocas esperanzas podían abrigar los infortunados que iban en él. Sin embargo, este acontecimiento sucedió a 35º 30‘ de latitud norte y a 61º 20‘ de longitud oeste, y, por consiguiente, a no gran distancia de las islas Bermudas. Por eso, Augustus procuró consolarse con la idea de que el bote podía llegar a alcanzar tierra o llegar suficientemente cerca de ellas para ser recogido por algún barco costero…»

(Fragmento del Capítulo IV)

Poe, Edgar A. «Las Aventuras de Arthur Gordon Pym», indieBOOKS, 2018

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